Pasadas las dos del mediodía, el Paseo de Santa María de la Cabeza se ha convertido en una riada de personas que caminan como pollo sin cabeza. Los más espabilados saben que, mientras los autobuses —absolutamente saturados, con los pasajeros hacinados en su interior contra los cristales— no puedan dar servicio, la única forma de huir de Madrid en medio del gran apagón es echar a andar. Todos los caminos de los madrileños del sur de la Comunidad de Madrid llevan a la plaza Elíptica. La cuesta abajo que comunica la glorieta del Museo Reina Sofía con el río Manzanares parece una incesante manifestación con personas que llegan, a cada cual, de más lejos.. Seguir leyendo
Pasadas las dos del mediodía, el Paseo de Santa María de la Cabeza se ha convertido en una riada de personas que caminan como pollo sin cabeza. Los más espabilados saben que, mientras los autobuses —absolutamente saturados, con los pasajeros hacinados en su interior contra los cristales— no puedan dar servicio, la única forma de huir de Madrid en medio del gran apagón es echar a andar. Todos los caminos de los madrileños del sur de la Comunidad de Madrid llevan a la plaza Elíptica. La cuesta abajo que comunica la glorieta del Museo Reina Sofía con el río Manzanares parece una incesante manifestación con personas que llegan, a cada cual, de más lejos.
José Morales, de 27 años, Rosa Briceño, de 23 años, y Jamila Fakir, de 26 años, consultan el mapa de Madrid en una marquesina como si fuera un jeroglífico imposible de descifrar. Son dependientes en la tienda Uniqlo de Gran Vía. Al cerrar el establecimiento les ofrecieron quedarse dentro por una cuestión de seguridad. Decidieron marcharse. Tienen los móviles apagados, sin batería. “Siempre hemos usado Google Maps, la verdad es que estamos perdidos”, reconoce Morales. “¿Para dónde está Legazpi?”, pregunta. Sus amigas le señalan, cada una en una dirección. La que está más cerca de salvarse es Jamila. Aunque no ha podido avisar, se va a dirigir a pie hacia la casa de su prima en Vista Alegre, en el distrito de Carabanchel. Allí esperará en el portal, en las escaleras, hasta que aparezca. “Lo de volver a mi casa, en Ciudad de los Ángeles, lo doy por imposible”, explica.

Más abajo, ya en la calle del Ferrocarril de Arganzuela, lo único que sigue funcionando con electricidad son un semáforo y el pinganillo del peluquero David Alexandre, de 33 años, que acaba de empezar el primer corte de pelo de su vida en la calle. Su cliente, Leandro Carvajal, de 23 años, tenía cita al mediodía. Llegó quince minutos tarde y, cuando Alexandre le estaba perfeccionando el degradado, la peluquería —una academia privada para aprendices— se fundió a negro. Carvajal, cubierto por una capa para no llenarse de los pelos que caen, se ha convertido en una atracción para todos los que pasan. Las personas le hacen fotos, le aplauden, celebran que la vida siga. “¿Estáis haciendo un anuncio o es por lo del ataque? Dicen que es en… ¡Toda Europa!”, pregunta uno. “Nosotros vamos a seguir con el negocio, la vida continúa. “Tintes sí podemos hacer, aunque hay que hacerlo casi a ciegas”, dice Alexandre. De ahora en adelante, cuenta, podrán atender fundamentalmente los cortes de caballero y alguna que otra cosa “analógica” con tijera. “Lavártelo, eso sí, te lo lavas en tu casa”, le pide Alexandre a su cliente.

Una vez pasado Madrid Río, las piernas desfallecen. Entre los que caminan con destino a Plaza Elíptica los hay que se detienen en los bordillos de las aceras como si hicieran una parada en boxes. Ardiel Aguado, de 46 años, lleva tres horas andando desde la plaza de Castilla. Su día, en realidad, empezó en Alcobendas. “Soy teleoperador en un polígono. Cuando se produjo el apagón y llevábamos ya varias horas, la empresa todavía nos decía que aguantáramos. Parece que no aprendemos. Acabamos de tener la dana y… ante una catástrofe así, lo que debe primar son las personas. Querían ver si se restablecía la conexión y podíamos seguir produciendo para que sigan ganando pasta. Son unos miserables”, se queja.
Aguado se ha puesto un límite de cinco autobuses sin capacidad para subir pasajeros. Al sexto se marchará y seguirá, paso a paso, hasta el aeródromo de Cuatro Vientos, lo que implica otras dos horas más. A su lado hay quien lo tiene aún más difícil. Javier S., de 52 años, es informático. Con unos zapatos negros desabrochados ha caminado desde Nuevos Ministerios. En la última página de su libro de rol favorito ha escrito en letras grandes, con un bolígrafo rojo, su destino: Alcorcón. “Los coches van vacíos. Creo que es el momento de que arrimemos el hombro, pero no para nadie. En tres horitas, en cuanto se vaya la luz natural, empezamos a comernos entre nosotros”, asegura cuando llega un autobús, el E1, que no para hasta que la gente empieza a golpear los cristales al grito de: “¡Parad, cabrones, que vais vacíos!”.
Javier S., pliega el libro y se sube por la puerta trasera casi en marcha. Antes de que vuelva a arrancar, pregunta a los demás viajeros “a dónde va”. “A la Peseta”, le contestan. “Bueno, no sé…”, duda, pero ya es demasiado tarde para arrepentirse.

El caos definitivo está efectivamente en Plaza Elíptica. Allí se le ha prometido a miles de personas del sur de la Comunidad de Madrid que llegará su autobús. Personas con destino Parla, Getafe, Móstoles, Leganés y hasta Toledo se amontonan en las aceras de la gran glorieta. Sobre las seis de la tarde, se corre la voz de que el intercambiador subterráneo vuelve a funcionar. La marabunta corre, se tropieza, se chocan unos contra otros, hasta que en las puertas de la enorme cristalera que da paso a la estación quedan todos atrapados como en un embudo. Nadie quiere ser el primero en claudicar, aunque eso suponga poner su salud en riesgo. Entonces, un policía iluso alza la voz, visiblemente desesperado, ruega: “Por favor, ¡me cago en Dios! Necesito que hagáis fila de uno”. Las cientos de personas le abuchean mientras se dan codazos por avanzar. Cada uno empieza a gritar su destino:
—¡Ge-ta-fe!, ¡Ge-ta-fe!, ¡Ge-ta-fe!—, dicen los getafenses
—¡Par-la!, ¡Par-la!, ¡Par-la!—, contestan los parleños.
—¿Y yo qué?, ¿Qué pasa conmigo?—, dice Manuel Bartolomé, un hombre sin hogar cuyo lecho está siendo pisoteado por la multitud. — Quiero pedir la hoja de reclamaciones. Que yo estoy en mi casa. Despejen mi casa. Están ustedes en nuestros aposentos. Que nosotros somos los únicos que no necesitamos luz para vivir—, se indigna.
